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Capítulo 9:

La ciudad candil.

 

           

"Es esta condenada impotencia. Esta ausencia hasta de rabia. Este peso. 

Sí, este peso: como un frasco de aspirinas en un estómago vacío."

 El Peso, Roger Wolfe 

 

             ― ¿Qué hacemos ahora con esta basura? Esa fue la gran pregunta, la máxima con la que me recogieron del hospital. Efectivamente me sentía una basura, no tenía autoestima, no tenía sueños, no tenía ganas de vivir ni tenía NADA, esas ansias de amor habían desaparecido y se habían convertido en dolor un dolor tan extremo que me colapsaba; me hacía adentrarme en la fantasía que me había construido para huir de una realidad tan cruel, tan despiadada que no podía más que escapar y esconderme de ese mundo que no estaba hecho a mí medida. Todos los años vividos, todos esos largos años a mi corta edad padecidos eran el regalo que mis padres y hermanos me habían hecho, siempre en silencio, siempre retorciéndome de rabia, siempre implosionando de ira. Me he preguntado en muchas ocasiones si realmente eran conscientes de lo que habían hecho y estaban haciendo conmigo.

 

             El retorno a mi casa fue una especie de reencuentro con todo lo malo y aquello que me hacía daño, y estaba triste. Durante el trayecto nadie me habló, arrinconado en la parte trasera del coche escuchaba como mis padres hablaban de la situación que yo les suponía, hubo un momento en el que “EL” comenzó a insultarme, ―eres un despojo humano, ¿qué hacemos ahora contigo?― Evidentemente yo no respondí, agaché la cabeza y contemplé como los árboles desnudos de la carretera parecían decirme, huye, escapa, vete. Tan solo unas lágrimas se escaparon de mis ojos agotados de tanto llorar y suplicar, de tanto mirarme, y lo que veía no me gustaba, odiaba todo lo que era todo lo que fui y odiaba a esas personas que conversaban sobre el futuro de mi vida.

 

             Nada más llegar al hogar familiar bajé corriendo del coche y fui hacia el lugar donde más seguro me sentía, nadie quería entrar porque sabían que allí estaba yo. Abrí la puerta de mi habitación y me tumbé en la cama, estaba fría, la estancia en la que tantas veces me había escondido de las agresiones de “EL” era una desconocida, habían tirado todas mis cosas, todos mis cuentos, los pocos recuerdos de mi niñez habían desaparecido y fue en ese momento cuando algo dentro de mí se desagarró para siempre, cuando me di cuenta que me había convertido en un adulto-niño, un ser que no había vivido con normalidad su niñez, su adolescencia y sencillamente habían construido un monstruo -con corazón y sentimientos, si-, ocurre que ellos nunca se preocuparon de que YO fuera una persona con sentimientos, que necesitaba querer y que me quisieran, pero eso era algo que todos me habían negado desde el momento mismo de mi nacimiento. Ver mi habitación desnuda impulsó en mí un desvanecimiento progresivo, lentamente mi interior se fue vaciando más y más, una sensación de ausencia inexplicable me invadió y lo único que me quedaba eran esos pequeños y diminutos recuerdos en los que con esa mirada de niño indefenso leía mi querido cuento de flautistas y ratas malvadas.

 

             No había pasado mucho tiempo cuando comencé a respirar muy rápido, no sabía lo que me ocurría pero estaba agitado y nervioso. Salí corriendo, corrí por las calles del pueblo y fui a parar a los maizales donde me escondía cuando era niño, mientras corría el viento sur acariciaba mi rostro y parecía mimarme, quería hablarme, aunque nunca supe el mensaje que me estaba mandando - y aún hoy sigo pensando que fue lo que quiso decirme-. ¿Qué era realmente lo que quería? ¿En qué mundo vivía? ¿Cuáles eran mis sueños mis anhelos? Ni yo mismo lo sabía, la medicación que estaba tomando era como una camisa de fuerza que me mantenía abstraído por completo, decían los médicos que era para que estuviese controlado, controlado me preguntaba yo, ¿a quién había que controlar?

 

             Los días transcurrían inertes entre aquellas cuatro paredes, nada tenía sentido, mis pensamientos eran un caos indescifrable, tan solo deseaba huir de aquel lugar pero no era posible, las cadenas eran demasiado pesadas y el camino por recorrer me parecía aún lejano como lejanos sentía a todos los habitantes de aquella casa tan desconocida para mí. Mi mundo sucumbía ante los desprecios y el silencio con el que me levantaba cada día, era un adulto metido en la piel de un niño que nunca creció, y pronto, muy pronto, mi rebeldía me pasó factura. Los deseos de escapar de aquel lugar eran tan grandes que comencé a refugiarme en las noches de la gran ciudad, conocí a mucha gente, demasiada gente que únicamente quería aprovecharse de mí, y yo dejaba que se aprovecharan a cambio de unas palabras afables y unas migajas de compañía. Por un momento sentía como el pasado desaparecía, y mi vida era “normal” durante un instante. Mi ingenuidad y el miedo que me acompañaba noche tras noche hacían que me entregara al mejor postor, ¿alguien da más? ¿Alguien necesita un pedazo de carne? ¿Alguien me da un poco de cariño?, aquí me tenéis, soy un desconocido que se ha perdido y nadie quiere encontrar; como un lobo al acecho quería probar carne fresca y en mi condición de novedad me aprovechaba de mi aspecto manipulable.

 

             La noche me deslumbraba con sus luces de neón y falsas promesas de felicidad a las que yo me entregaba incondicionalmente. Comencé a beber hasta perder el conocimiento,  y jugué con las drogas, era la única forma que tenía para sentirme ligeramente humano. Me despojaba de cualquier ápice de humanidad que poseyera para convertirme en un extraño entre extraños y por unas horas desaparecían los miedos, el vacío y de alguna forma sentía que pertenecía a un mundo que yo desconocía por completo; un mundo que me atraía pero a la vez rechazaba. “EL” estaba siempre atento para asestarme estocadas mortales, y una mañana al llegar de fiesta me lo encontré frente a frente, en ese momento descubrió  una de mis facetas que desconocía, intentó escrutar en mi mirada al ser que había ido destrozando poco a poco con mucho esmero, pero se encontró con alguien desconocido, el alcohol y las drogas me convertían en otra persona. El encuentro fue ciertamente cómico, me miró, lo miré y comencé a reír como jamás lo había hecho, por una vez en mi vida tenía ante mí al ser que tanto me había hecho sufrir y lo veía como una especie de espantapájaros al que no debía tenía miedo. Al ver mi actitud  el rostro de indiferencia con el que me miraba fue transformándose en una expresión de ira furiosa, me agarró fuertemente por un brazo pero yo me resistía aferrándome desesperadamente a mis añoradas luces de neón; pero al final consiguió tumbarme en el suelo y con una vara de avellano comenzó a darme, ¿sentía dolor? ¿Qué sentía con cada varazo?

 

             Dejé que el dolor fuera mi escudo ante la barbarie incontrolada de ese acto deleznable y cruel. Estuvo azotándome mucho tiempo, tenía marcas a través de mi joven y esbelto cuerpo que con aromas de noche sangraba; pero la sangre que se deslizaba por mis piernas y mi espalda no era roja, si no negra de rabia furibunda. Después de haber conseguido su objetivo me sacó al huerto que estaba detrás de la casa, era invierno y hacía bastante frío, allí me dejó tirado como a un animal inservible, medio congelado y con demasiadas heridas que curar. Al atardecer por fin me dejó entrar a la casa y fui directo a lavarme, tenía el cuerpo dolorido y el espíritu derrotado. Me desnudé y contemplé mi cuerpo perfecto, hermoso, pero solo era eso, un trozo de carne que todo el mundo utilizaba a su antojo. Mientras el agua caliente resbalaba por mi cuerpo contemplaba como mis piernas se teñían de un color rojo intenso, y mientras saciaba con lágrimas mi sed de venganza, pero aún no era el momento de devolver el golpe.

 

             Pasaron los días, y se acercaba un año más la fecha que tanto me gustaba, Navidad, unas fiestas de las que jamás me hicieron partícipe. Todo estaba preparado ya en la casa, y al contemplar la escena brotaban en mi memoria retazos de recuerdos infantiles donde las luces del gran árbol me acompañaban en tan largas tardes de invierno. La familia había crecido, mis hermanos se habían reproducido como conejos y su prole eran clones de sus padres y abuelos, únicamente mi sobrino querido, el hijo de mi hermana, se acercaba a mí y en alguna ocasión me daba abrazos -eran tan reconfortantes, eran tan sinceros...- pero les estaba prohibido arrimarse a mí, no podían hablarme ni les dejaban permanecer cerca de mí; como si fuese un apestado. Eso era lo que les habían hecho pensar y todos terminaron por tenerme miedo.

 

             El 24 de diciembre todos íbamos a ir a cenar a casa de uno de los hermanos de mi madre. Ese día me quedé solo en casa ya que nadie me invitó, y allí permanecí solo, mientras en la calle se escuchaban villancicos y las luces del árbol parpadeaban incesantemente, observaba tras las ventanas como las familias iban y venían, parecían alegres, pero ese sentimiento de paz y amor que en aquellos días se repartía por doquier a mí se me había negado desde hacía mucho tiempo. Me fui pronto a la cama, mi tristeza y mi soledad me acompañaban cuando me metí debajo de las sábanas e intenté dormir, me fue imposible, escuchaba ruidos extraños y mi mente comenzó a rumiar ansiosa haciéndome preguntas que no sabía responder.

 

             Cuando me quise dar cuenta ya eran más de las dos de la madrugada y escuché que alguien llegaba, de alguna manera me sentía protegido en mi habitación, que ingenuo de mí. Escuché pasos que se dirigían hacia la fortaleza donde me sentía invulnerable, alguien abrió la puerta de la habitación, todo estaba oscuro, únicamente las luces del árbol de navidad me dejaban adivinar una sombra desconocida, poco a poco alguien se fue acercando a mi cama, nadie hablo, hasta que por fin la sombra desconocida se identificó como mi tío, el hermano de mi madre, demasiado borracho y estúpido, el olor que desprendía me daba náuseas, solamente me dijo unas palabras muy directas ―maricón de mierda vengo a follarte ¿Es lo que querías verdad? Por eso no has ido a la cena, pues aquí me tienes― yo me quedé en silencio y dejé una vez más que su asqueroso cuerpo se metiera en la cama y comenzara a sobarme. Fue violento, me pegó mientras satisfacía sus instintos más bajos, yo sentía la necesidad de correr hacia mi jardín secreto, no era consciente de lo que estaba ocurriendo. Al terminar se volvió a vestir y tiró encima de la cama un billete de cinco mil pesetas. ―Ahí tienes, eso es lo que vales―, una vez más al mirar hacia la puerta de la habitación vi una sombra entre las cortinas, era mi madre que había estado contemplando lo que su querido hermano había hecho conmigo. Su frialdad y su silencio fue una vez más mi sentencia de muerte. Por unos momentos nuestras miradas se cruzaron, contempló y escuchó como lloraba pero poco a poco se fue alejando del lugar, una vez más mi madre había sido cómplice de mi muerte, de mi derrota y no hizo nada para evitar que ocurriera.

 

             Me levanté de la cama y fui al baño, la victoria de mi madre y de su hermano había sido aplastante. Me desnudé y me metí en la bañera, quería quitarme toda esa suciedad que tenía encima, estaba nervioso, necesitaba huir, así que cogí una cuchilla de afeitar y rasgué mis venas en un nuevo intento de escapar de ese mundo que me había tocado vivir. Otra vez contemplé como la sangre caía lánguida por la blanca bañera hasta que perdí el conocimiento, por unos momentos mi inconsciente me dijo que lo había conseguido, que por fin mi sufrimiento había terminado para siempre, pero estaba equivocado, al despertar volví a ver las paredes blancas del hospital, las heridas estaban vendadas pero las heridas de mi corazón seguían sangrando irremediablemente, solo, entre aquellas paredes blancas tomé una decisión que cambiaría mi vida para siempre.

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