top of page

Capítulo 4:

La danza de las libélulas.

 

  

Ámbar hada alada, del amor

 ardiente rostro de alondra

 llévame en tus alas, seducida

 introdúceme en tu cuerpo gentil

 como una lágrima del alma…

-Jem Wong-


             Había pasado ya la época del frío y la nieve y el mundo en el que había estado viviendo los primeros años de mi vida estaba cambiando, había cambiado el amor, los sentimientos. Comenzaban tiempos aún más difíciles,  en los que aún era más consciente de todo lo que ocurría a mí alrededor; demasiado complicado para un niño de seis años, demasiadas mentes retorcidas que distorsionaban todo mi mundo de fantasía.

 

             La primavera me traía aromas a madreselva y hierbabuena, los cerezos en flor eran todo un regalo para mí y cada día paseaba por los campos observando la belleza de la naturaleza. Las abejas tenían mucho trabajo en aquella época, y los mirlos ponían banda sonora a aquellos días primaverales. Me gustaba sentarme a la orilla del río que cruzaba el pueblo y reflejarme en sus aguas cristalinas, lo que veía, me gustaba, era yo y tenía una cara; era una personita, con sueños, con ilusiones — ¿o quizás no? Una de las tardes en las que gustaba sentarme a orillas del riachuelo  inmerso en mis pensamientos, se posó en mi brazo derecho una hermosa libélula con sus alas multicolor, fueron unos segundos hermosos en los que hubo una especie de simbiosis inexplicable.  Por un momento pensé que era mi añorado padre, quien se había convertido en un pequeño y bello insecto. Esos segundos mágicos pasaron y mi pequeña amiga movió ansiosa sus alas y comenzó a danzar junto a sus compañeras, un baile en el que sus alas parecían un arcoíris en movimiento, todo un regalo para la vista sin duda. Nunca olvidaré a las libélulas danzando, esa imagen la mantendría en mi mente durante largos años.

 

             La primavera iba pasando, los días se hacían cada vez más largos y las horas  de soledad lo eran aún más. La casona se había convertido en mi cárcel y los jueces implacables ya habían dictado sentencia, — ¡culpable! Estaba claro que yo era un incordio, una molestia, y según pasaba el tiempo me iba dando cuenta que mi vida no era vida, siempre estaba pensando en que había hecho mal, a quien había hecho daño, nunca encontré la respuesta -aún hoy sigo sin tenerla- pues la memoria de los años de mi vida se ha grabado en mi mente a fuego, imposible de borrar, imposible apagar una llama tan intensa.

 

             Una mañana de comienzos de verano me desperté sobresaltado, ya que se oían muchos gritos, me levanté corriendo y vi como mi tío estaba pegando una gran paliza a mi madre. No sé de donde cogí fuerzas para acercarme a esa batalla y ponerla fin, pero lo hice, y al acercarme mi tío me dio un golpe en la cabeza, no recuerdo más porque me dejó inconsciente. Cuando desperté estaba en la cama y un señor mayor estaba a mi lado, habían avisado al médico pues parece ser que el  golpe me había reventado un oído. Aquel buen hombre preguntó qué era lo que había ocurrido, y le dijeron que me había caído por las escaleras. Mientras les escuchaba hablar no me salían las palabras, me dolía mucho el oído, pero me dolía mucho más el corazón; un corazón que hacía tiempo que se había partido en pedazos muy pequeños, demasiado pequeños para poder reunirlos de nuevo.

 

             La recuperación del golpe fue lenta aunque mucho más lo fue la recuperación de mi tristeza, ella me acompañaría durante toda mi vida. La situación en la casona se fue complicando cada vez más, la relación entre mis padres estaba muy deteriorada, a pesar del nacimiento de mi hermano, a pesar de las promesas de amor eterno, este había desaparecido y en su lugar todo eran discusiones, todo reproches; el desamor que yo conocía bien comenzaban a padecerlo ellos mismos, aunque al final el único perjudicado una vez más seríamos yo y mis libélulas danzarinas.

 

             Poco a poco los días se iban haciendo más cortos, las hojas de los árboles caían rendidas ante la llegada del otoño, y con la nueva estación se presentaba ante mí  un nuevo reto -tenía que comenzar a la escuela (en aquella época las escuelas eran unitarias, se juntaban niños y niñas de todas las edades)- y una vez más mi cuerpo temblaba de miedo. Estaba muy preocupado, no tenía idea de lo que me iba a encontrar y en realidad nadie me explicó nada, lo único que me dijeron fue — “tal día comienzas a la escuela” — otro reto a superar que con el tiempo me marcaría aún más.

 

             Era septiembre y se acercaba el día que tanto temía, el primer día en el que me iba a encontrar con gente extraña, con los niños que nunca querían  estar conmigo, con esos niños que en el pueblo se apartaban de mí. Un sonido espantoso me despertó la mañana en la que comenzaba la escuela, aquel reloj me asustó; en realidad todo me asustaba, siempre tenía el miedo metido en el cuerpo. Escuché un caminar rápido y nervioso, era mi madre con un levántate que es hora de ir a la escuela; esa frase fue los buenos días de mi odiada madre. Me tiró la ropa encima de la cama, me vestí y  fui corriendo a la cocina, al entrar, ese aroma a leche recién ordeñada y a pan caliente me reconfortó. Me pusieron el desayuno y me dieron una cartera vieja de cuero -estaba rota-, la cogí y esperé por un momento para saber si mi madre me acompañaría ese día tan especial, pero no fue así. Le pregunté —mamá, ¿vas a venir conmigo a la escuela? —, la respuesta fue fría, hiriente, me dijo que tenía que atender a mi hermano, que me marchase ya; no hubo un beso de despedida, no hubo  NADA.

 

             Bajé corriendo las escaleras que chirriaban y la casona parecía hablarme, pero yo no entendía lo que me estaba diciendo. Salí a la corrala y ante mí se presentó una escena terrible, un gran número de madres con sus hijos se dirigían a la escuela, era su primer día también y yo no sabía qué hacer, así que fui andando poco a poco, me acerqué a un grupo de madres con sus hijos, quienes comenzaron a reírse de mí; todos estrenaban cartera, todos iban con ropa nueva, todos iban contentos, me apartaron de su lado y fui detrás de ellos. Comencé a llorar aunque nadie se compadeció de mí, yo iba con mi cartera vieja con mi tristeza y todo el dolor que un niño es capaz de aguantar, me armé de valor y llegué a lo que se me antojaba una gran cárcel. Estaba construida con grandes piedras, puertas y ventanas de madera al igual que el suelo, al entrar había un olor a lejía muy fuerte que me dio tos, algo que dio motivo a mis compañeros para reírse una vez más de mí.

 

             Al entrar en el aula todo olía a viejo, los pupitres eran de madera y frente a mí se erguía un señor mayor de gran bigote, serio, muy serio, tenía en la mano una gran regla de madera. Ordenó que nos sentáramos de dos en dos y yo me quedé en uno de los pupitres traseros, me senté y me quedé en silencio; todos mis compañeros ya habían elegido con quien sentarse pero nadie se quiso sentar conmigo, y el señor del bigote enorme mandó sentarse conmigo a uno de los alumnos de mayor edad. Comenzaba el último curso de la EGB, el se sentó y me dio un empujón, me dijo que le dejase sitio, yo me arrinconé en mi silla y el maestro comenzó a explicar las normas que se debían de cumplir de una forma estricta. La verdad es que yo no estaba prestando atención a nada de lo que decía ya que mi mente divagaba hacia el riachuelo,  recordaba a mis libélulas danzarinas.

 

             Estaba en mi mundo de fantasía, ese mundo que no me hacía daño, de repente un fuerte golpe en la mesa me devolvió a la realidad las libélulas se espantaron y se fueron. El maestro me preguntó si me había enterado de algo y le dije que no, me mandó alargar un brazo y me dio dos fuertes reglazos en la mano que me hicieron mucho daño, todos comenzaron a reírse de mi, y yo volví una vez más a temblar de miedo; estaba solo, tan solo que en cualquier sitio que miraba encontraba enemigos. La mañana transcurrió con normalidad, y llegó la hora de ir a comer, salimos todos juntos pero, al coger camino hacia la casona -era un camino bastante largo- todos los niños del pueblo salían contentos y bromeando; hablaban del maestro, de sus bigotes, hablaban de las tareas que nos había puesto, pero no se olvidaron de mí, yo iba detrás de ellos. Uno de los mayores advirtió mi presencia y se dirigió a mí, comenzó a insultarme, me agarró del pelo y me dio grandes tirones, yo una vez más me quedé inmóvil. Me dijo que tenía ganas de “mear”, saco su pene y orinó sobre mí, orinó en mi cara, toda la ropa quedó empapada.

 

             Aún me tenía agarrado por el pelo, y me arrastró mientras los demás niños iban dándome patadas hasta que vieron que comenzaba a sangrar por la nariz y las piernas, fue entonces cuando decidieron dejarme tirado en la cuneta. Todos se marcharon y yo, como pude, me levanté y llegué a casa sin fuerzas de la paliza que me habían dado; olía mal, mi ropa estaba rota y mi corazón aún más. Al llegar a casa subí las escaleras chirriantes y entré en la cocina, mi madre estaba atendiendo a mi hermano mientras mi abuela hacia la comida y mi abuelo, ya muy enfermo, seguía bebiendo. Al verme no se inmutaron, me preguntaron qué era lo que había pasado, yo les conté lo ocurrido y mi abuelo cogió la temida vara de avellano, me bajó los pantalones y me dio un palo tras otro hasta que me hizo sangrar; mis nalgas sangraban, hasta que mi madre tuvo un pequeño atisbo de instinto maternal y lo paró, me subió los pantalones y me pusieron un plato de comida en la mesa, pero no podía sentarme.

 

             Aún así me obligaron, no quería comer, quería irme a mi habitación a esconderme, quería escaparme, pero mi abuela cogió la cuchara y me metió una tras otra toda la comida que había en el plato, me lo dio tan rápido que vomité encima de la mesa. La ira de mi abuela fue tremenda, me dio un gran bofetón y mi oído se resintió, entonces comencé a sangrar profusamente pero lo único que hizo mi madre fue ponerme un algodón.

 

             Nadie me cambió de ropa, nadie me lavó, me fui corriendo a mi escondite donde nadie me hacía daño, donde me sentía protegido, donde las libélulas danzaban, donde el mundo era de colores. Así transcurrió mi primer día de escuela, pero al día siguiente tenía que volver, ¿qué ocurriría?... Llegó la noche y no pude conciliar el sueño, estaba nervioso y lloré sin consuelo, mis padres dormían  en la  habitación de al lado y les escuchaba hacer mimos a mi hermano y mi llanto fue aún mayor, sabía que me estaban escuchando pero nadie se acercó a ver lo que me ocurría. La rabia, el odio y la soledad iban en aumento, lo único que me consolaba eran mis libélulas danzarinas.

 

             A la mañana  siguiente el ruidoso reloj  me indicó que tenía que levantarme, y una mañana más se cumplió la misma rutina. Mi madre no se molestó en cambiarme la ropa, me dio el tazón de leche, cogí la cartera y fui camino a la escuela para encontrarme con la misma situación del día anterior. Todos los niños iban juntos menos yo, siempre solo, siempre repudiado, no tenía idea si había hecho algo mal, pero la realidad es que nadie quería estar conmigo.

 

             Entramos a la escuela y el profesor se acercó a mí para preguntarme si mi madre no me lavaba, que  “vaya pintas que llevaba”. Yo me quedé callado, en silencio por temor a que me diera con la regla. Comenzó la clase, todos teníamos nuestras tareas y hubo un momento en el que tenía necesidad de ir al baño, me acerqué al maestro y le pregunté que si me daba permiso para salir porque tenía una urgencia, y me dijo que no, que me aguantara. Me volví a sentar en el pupitre, no podía aguantar más y me meé  encima, el chico mayor que estaba a mí lado lo dijo en voz alta y todos se pusieron a mi alrededor y se rieron de mí; yo agaché la cabeza y me puse a llorar, mientras lloraba, el maestro me cogió de las orejas y me mandó para casa  con un mensaje para mi madre escrito en un papel.

 

             Al llegar a casa tan pronto todos se sorprendieron y me preguntaron qué era lo que había pasado, pero no hizo falta que se lo contara, enseguida se dieron cuenta. Mi madre me cogió de un brazo mientras me abofeteaba la cara, una vez más me hizo sangrar por la nariz; siguió pegándome mientras me lavaba, me decía que ella estaba muy ocupada con mi hermano que no tenía porque hacer lo que estaba haciendo, que era un inútil enfermo, y siguió pegándome hasta que llegué a la habitación. Me encerró y me quito la lucecita que siempre tenía  encendida -tenía mucho miedo a la oscuridad- y así estuve todo el día, encerrado en la habitación a oscuras sin valor para levantarme.

 

             Pensé que alguien vendría para darme de merendar pero nadie llegó, y nadie lo hizo a la hora de la cena; tenía sed, pero no me podía mover, la oscuridad me lo impedía. Llegó la noche y quedé rendido tras tantas horas metido en la cama. Apenas me sentía con fuerzas para salir a hacer mis necesidades y terminé hacíendolo todo en la cama. A la mañana siguiente si que fueron a despertarme, la habitación olía muy mal, a heces y a orina, y mi madre montó en cólera.

 

             Como explicar lo que ocurrió después, como explicar la gran paliza que me dio, fue tan fuerte que perdí el conocimiento y tuvieron que llevarme al hospital, lleno de heridas, de moratones; en esta ocasión le dijeron a los médicos que me había peleado con un niño -en aquella época lo de los maltratos no existían-, todo era normal. Una vez me curaron las heridas volvimos a casa, una casa que odiaba, y odiaba también a los que vivían dentro tanto como me odiaba a mí mismo. Poco a poco me fui acostumbrando a la rutina diaria, y mis compañeros también; aunque seguían riéndose de mí ya no había palizas, y como se suele decir, a todo se acostumbra uno y yo me acostumbre a que se mofaran de mi, a que me maltrataran, a que todo el mundo me mirase como a un monstruo, como a un bicho raro.

 

             Fui cumpliendo años, y llegué a la adolescencia. Mi hermano también había crecido y, mientras crecíamos,  mi soledad se hizo menor. Le cogí mucho cariño y siempre estábamos juntos, era mi único amigo; aún así en la casona él seguía siendo su niño, su niño adorado y yo una molestia, un estorbo, la peor pesadilla de mis padres y abuelos. Me convertí en un adolescente solitario que siempre estaba leyendo; el miedo, la tristeza y todos los recuerdos que tenía de mi más tierna infancia estaban ahí, y seguirían estando a lo largo de toda mi vida. Durante esta época pocas cosas cambiaron, las palizas, los insultos y demás aberraciones  eran continuas, pero con cada paliza que me daban, el odio y el rechazo a mi familia aumentaban, lo único que me hacía sentir bien era recordar a aquella libélula que se posó en mi brazo derecho en el riachuelo de aguas cristalinas.

bottom of page