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Capítulo 7:

Epitafio a la memoria.

 

 

Ahora, en mi huerto, en esta entristecida
paz del que nada odia y nada ama,
me tropiezan los pies con una rama
seca y rota, lo mismo que mi vida.

-Jose Ángel Buesa-
 

 

             Se lo dedico a “ÉL”, se lo dedico con todo el odio y el rencor que una persona puede ofrecerle a otra. A mí tío, cuando lo nombre a lo largo de este capítulo, lo llamaré “él”. Va por ti y por todo lo que me hiciste pasar durante largos años, por todo el sufrimiento gratuito que me ofreciste, por el cariño que jamás me diste y reclamé, por la indiferencia que tuviste hacia mí, por todos los regalos que nunca me hiciste y que tantas veces te pedí, por todas las palizas que me diste; por todas estas cosas…te mereces este capítulo. Si algún día lees esto recuerda que jamás a lo largo de mi vida te perdonaré lo que me hiciste; me destrozaste por dentro y por fuera, recuerda también que en este infinito universo todo se paga. Únicamente deseo que todo el daño y el sufrimiento que padecí durante estos largos años y aún padezco se vuelvan contra ti.

 

             Mientras los años pasaban me fui convirtiendo en un ser extraño incluso para mí, me desconocía, no sabía muy bien lo que me pasaba y ese sentimiento de abandono, de soledad, crecía más y más. La tristeza  había calado tan adentro que comencé a aislarme más profundamente. Durante este tiempo mi familia había cambiado de casa; la abuela aún vivía con muchos achaques, pero no había perdido ni un ápice de su maldad, de su rencor... Mi tío y ella tenían una simbiosis perfecta, su complicidad era tal que lo había puesto en contra de mi madre, un ser muy afectado en todos los sentidos, quizá se había dado cuenta demasiado tarde de lo que me había hecho y se refugió en el alcohol, bebía sin parar y cada borrachera era una paliza. Los maltratos se sucedían día tras días y todo comenzaba a complicarse progresivamente. En aquella época de mi vida era un mero espectador pasivo de lo que ocurría, y como siempre nadie me hacía caso, simplemente estaba. Mis hermanos lógicamente habían crecido, pero su vida era totalmente diferente a la mía; tenían su grupo de amistades, se relacionaban, tenían una existencia apacible mientras yo me sumergía más y más en la desesperación, en la decadencia más absoluta.

 

             Mi tío era una persona fría, calculadora y espantosamente cruel; primero era él, luego  él y después también él. Nunca tuvimos relación alguna por lo que jamás me hablaba y jamás le hablé, únicamente en momentos concretos se dirigía a mí, pero era para insultarme o para decirme lo inútil que era, él era un monstruo y yo una de sus creaciones.

             Era el día de mi cumpleaños, de mis dieciocho años; me había hecho mayor y me convertí en un joven atractivo, pero nada más, estaba vacío por dentro, ni siquiera esperaba nada de este día, los únicos que me felicitaron fueron mis hermanos, lo cual agradecí enormemente. Tenía muy claro ya después de tantos años y tantos cumpleaños que no iba a obtener una felicitación de ninguno de los “otros”. Ese día estaba especialmente contento, no sé porqué, pero me hacía ilusión hacerme mayor de edad, durante la comida sugerí  que podíamos comprar una tarta y celebrar el gran acontecimiento, mis hermanos estaban de acuerdo, los demás  -sobretodo EL-, dijeron que no habría tarta. Nunca la había habido, y aún menos en este día ya que -según decían- no había nada que celebrar; me dijo literalmente “Me hice cargo de ti, te alimenté porque no tuve más remedio, no eres mi hijo y nunca lo serás. Lo único que debiéramos de celebrar hoy es que pronto te largarás de esta casa y nos dejarás vivir en paz y, por fin, esta pesadilla que ha durado ya dieciocho años termina”.

 

             Al escuchar decir tales barbaridades me acerqué a él y le di un gran puñetazo en la cara, EL no supo bien cómo reaccionar ya que era la primera vez que hacia algo así, pero tardó muy poco en recomponerse y lanzarme un gran bofetón en la cara. Acto seguido me agarró del brazo insultándome y maldiciéndome, y me dijo que hoy no dormiría en casa, así que me echó a la calle. De alguna manera me sentí muy bien al hacer lo que hice, tenía tantas ganas de hacerlo, y aunque no fue ningún triunfo por mi parte si lo dejé tocado, sorprendido y con mucho más odio hacia mí. Tenía muy claro que cumpliría con su amenaza, lo conocía ya demasiado bien, así que comencé a caminar por las calles de la ciudad. Todo parecía cobrar vida a mi alrededor, incluso los bancos del parque por el que paseaba parecían hablarme, miré hacia el cielo y contemplé un hermoso cielo de tono azul intenso que me acompañaba en mi pesar, agradecí esos momentos de soledad aún pensando que tendría que pasar la noche a la intemperie.

 

             Seguí paseando, deambulando de un sitio a otro sin rumbo; no tenía donde ir, no llevaba dinero y estaba inquieto, perdido en un mundo que desconocía. Poco a poco el día iba pasando, mi gran día estaba terminando mientras surgía una noche estrellada acompañada de una hermosa luna llena. Caminé hacia el parque y me tumbé en un banco, miré hacia la cúpula de estrellas con las que iba a compartir la noche y supliqué una vez más a aquel padre que nunca conocí que me llevarse con él, porque no quería seguir viviendo. No obtuve respuesta alguna a mis súplicas y mientras observaba las estrellas caí en un profundo sueño, un sueño que se convirtió en un espeluznante pesadilla plagada de ecos del pasado. Me desperté sobresaltado, el canto de los gorriones y la luz del nuevo día me mandaban un mensaje, — es hora de volver a casa—.

 

             La noche había sido fría pero más fríos fueron aún mis pensamientos, mientras caminaba hacia mi casa comencé a pensar en lo que podría ocurrir, cuáles iban a ser las represalias por lo que había hecho. Estaba aterrorizado, si, como habéis podido leer a lo largo de todos estos capítulos he empleado esta palabra en muchas ocasiones pero era una realidad, tenía dieciocho años y todos ellos habían sido terroríficos. También he empleado con frecuencia la palabra “dolor”, pero así había sido y así estaba siendo; sufrimiento, dolor, irá, frustración, todas estas palabras estaban grabadas a fuego en mi mente, en mi memoria y nunca iba a desaparecer.

 

             Al llegar a casa tuve la gran suerte de que EL no estuviera, por lo que abrió la puerta mi madre. Nada más verme de nuevo comenzó a preguntarme si ya “me habían follado bien”, si “me había lavado toda la mierda que había cogido”, continuó espetándome que aquella casa era un hogar decente y no querían a ningún despojo humano. Ni siquiera hice caso a todas estas barbaridades,  con pasos lentos e inseguros me dirigí a la terraza y me senté a contemplar la nada, ella seguía vociferando barbaridades e incoherencias pero mis oídos estaba demasiado acostumbrados a oírlas, me eran demasiado familiares.

 

             Al poco rato llegó EL, y le escuché preguntar si había llegado, en cuanto obtuvo respuesta se acercó rápidamente a la terraza y me preguntó quién me había dado permiso para entrar en su casa, decía para eso tenía que pedirle permiso y me increpaba por pensar que me iba a estar dando de comer toda la vida. Me dijo que si se me volvía a ocurrir pegarlo me iba a enterar bien de quien era. Yo lo ignoré y poco a poco se fue calmando el ambiente, hasta que una llamada de teléfono inesperada me sorprendió, era de la casa de mi abuela materna; uno de mis tíos venía a pasar el fin de semana a nuestra casa, tenía veinticinco años y estaba prometido, a punto de celebrar el enlace; pero esos días en casa de mis  abuelos maternos había visita y no quedaba sitio, ese era el motivo de este inesperado visitante.

 

             Llegó el fin de semana y con el nuestro inusitado invitado. Todos le saludaron, yo lo hice amablemente y el comentaba lo que habíamos crecido mis hermanos y yo, sobre todo yo -que gran muchacho tenéis les dijo a mi madre y a EL- y comenzaron a contarle mentiras de mi comportamiento, de cómo les trataba, de todo lo que les hacía sufrir; yo solamente escuchaba y contra más les oída decir más me alejaba, mi mente quería huir de toda esa barbarie de sinrazón. Una vez terminaron de destrozarme volvió la calma, no sé qué opinión se habría creado mi tío de mi pero creo que el ya me conocía un poco, pues había pasado largas temporadas en casa de mis abuelos maternos, pero tampoco pregunté nada, y sin ganas de hacerme el mártir simplemente continué con mis pensamientos.

 

             Al llegar la noche se planteó una vez más una situación complicada, las habitaciones eran las justas para los que vivíamos en la casa y mi tío tuvo que dormir conmigo en la misma cama, y mi mente comenzó a divagar sobre recuerdos horrendos, pero no sabía muy bien porqué aunque  algo si tenía claro; sentía miedo, mucho miedo. Después de cenar llegó la hora de irse a dormir, entramos en la habitación mi tío y yo, y comenzó a decirme que no diera importancia a los comentarios de mis padres, porque que en el fondo me querían y quería lo mejor para mí. Me acarició la cabeza y dijo – venga, a dormir-

 

             Me puse mi pijama, esta vez no era de pollitos amarillos si no de cuadros, mi único pijama. El se desnudó y se quedó en calzoncillos y ambos nos metimos en la cama. Yo me puse muy alejado -casi en el borde-, temblaba, tiritaba de frío, pero era un frío de miedo seco; en mi memoria se agolpaban los momentos del pasado y no quería que por nada del mundo volviera a suceder algo similar. Pero mientras estaba perdido en mis pensamientos, sin apenas darme tiempo de dormir, se acercó a mí un gran bulto que rozaba la parte posterior de mi cuerpo, de inmediato quedé paralizado, rígido como una barra de acero y comencé a sudar, me llené de sudor frío porque sabía de sobra lo que iba a pasar.

 

             Una vez más la historia se repetía. Me quitó el pijama, se quitó los calzoncillos y comenzó a sobarme, a besarme y decirme lo guapo que era. Yo era incapaz de moverme y me dejaba hacer, sentía tanto dolor... no de la clase de dolor físico soportable, si no del que te mata desde dentro, era el dolor emocional. Mis dieciocho años recién cumplidos estaban siendo mancillados por alguien en quien confiaba. Una vez terminó con ese acto abominable se quedó profundamente dormido, yo me levanté y fui al baño a limpiarme. Me daba asco, me sentía sucio y mientras me limpiaba lloraba sin cesar ¿Qué era lo que había hecho yo para merecer todo lo que me estaba pasando? Sentía tal cantidad de impotencia que me senté en el suelo y agaché la cabeza, mis lágrimas caían unas tras otras dejando un testamento de terror y sufrimiento.

 

             Comencé a vagar desnudo por la casa,  balbuceando palabras sin sentido. Iba de un lado a otro, y nervioso comencé a dar golpes en las paredes, estaba descontrolado. Todos en la casa se despertaron y contemplaron una imagen que creo que les encogió el alma, si es que la tuvieron algún día. Mientras mi mente comenzaba a vagar por mundos oscuros un leve recuerdo vino a mí, la puerta de mi habitación tenía cristales, y recuerdo haber visto una figura tras ella, la figura de mi madre; ella había sido testigo mudo de todo lo que en esa habitación había ocurrido, fue capaz de contemplar como su hermano violaba a su propio hijo y me abandonó a mi suerte pudiendo haber hecho algo. Ese momento, esa sombra tras la ventana es algo que jamás podré olvidar.

 

             Mi tío se acercó al verme tan mal -el visitante claro está-  y en el momento que se acerco le cogí un brazo y le di un gran mordisco, él reaccionó de inmediato dándome una buena paliza pues le había hecho sangrar, dejándole una herida que le dolía. A estas alturas ya había perdido la noción del tiempo, de la vida y de donde estaba, así que decidieron llamar a la ambulancia para llevarme al hospital; un nuevo viaje al lugar de las paredes blancas. Al llegar me vieron varios médicos y me preguntaron por lo ocurrido, pero yo permanecía en silencio. Lo único que hacía era moverme de atrás hacia adelante sin articular palabra, al verme en esta situación les preguntaron a mis padres que era lo que había ocurrido para llegar a esta situación, pero ellos lo único que les dijeron fue que NADA, me tacharon de ser un sinvergüenza, que únicamente les daba disgustos, que vergüenza debiera de darme tal comportamiento con lo que se habían preocupado por mí.

 

             La decisión de los médicos fue tajante, tenía que quedarme en el hospital. Esta vez me metieron en una habitación controlada, por precaución, ya que era candidato al suicidio, me ataron a la cama con enormes correas y me dieron un tranquilizante. Esa noche dormí profundamente y a la mañana siguiente, cuando entraron las enfermeras, me dieron los buenos días y me desataron; para mi sorpresa tenía toda la cama llena de orina, me había meado pero ellas no le dieron importancia, me hicieron levantarme y me sentaron en un sillón. Yo seguía en silencio observando lo que hacían, y al poco tiempo me pidieron que fuera a la ducha para ponerme un pijama limpio, diciendo que no pasaba nada y que era algo normal en estos casos. Cumplí las órdenes que se me dieron sin mediar palabra con nadie, me había quedado mudo; no podía mover la lengua y apenas el cuerpo. Había caído en una especia de semicatatonia y ya todo me daba igual; tres días habían pasado ya desde que cumplí la mayoría de edad y estaba por segunda vez en el hospital entre aquellas paredes blancas, solo y abandonado.

 

             La estancia en el hospital no fue demasiada larga, unas dos semanas. Al final los psiquiatras decidieron darme una medicación más fuerte de la que estaba tomando y le dijeron a mis padres que con eso estaría más controlado, más tranquilo. Cuando fueron a buscarme se encontraron con un ser inmóvil, aparentemente sin sentimientos, mi madre en un acto extremo de bondad, me agarró del brazo y me hizo andar, era una autómata, yo me estaba dando cuenta de todo lo que ocurría pero era incapaz de reaccionar, lo único que le escuché decir a ÉL, fue — ¿Qué hacemos ahora con este basura humana? —.  

 

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