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Capítulo 3:

Juguetes Rotos.

 

             

Más allá de todo lo que ha sido y no ha sido,
más allá de la sangre con su oscuro fermento,
esperaré el gran viento que sopla hacia el olvido
y cerraré los ojos para que pase el viento.

-José Ángel Buesa-

 

             Había amanecido un día frío y desconocía mi habitación. La noche demasiado larga, estaba cansado, me había orinado encima, las sábanas estaban mojadas; mi pequeño cuerpo, delgado y frágil, había sucumbido a ese “cariño” que mi tío me había dado. La habitación tenía un olor que desconocía, un olor que con el paso del tiempo, se haría muy familiar para mí. Pronto la casona comenzó a tener vida, llegaban sonidos familiares, la voz de mi abuela diciendo que era la hora de levantarse fue algo que me asustó, no sabía muy bien cómo reaccionaría al comprobar que me había hecho “pis” en la cama. Temblaba, no sé si de frío o de pánico, el caso es que abrió los ventanales de la habitación y entró un aire gélido, el aire de las montañas, mi tío comenzó a desperezarse, se acercó a mí y me volvió a dar un beso en la boca, parecía que no había pasado nada, en mi mente de niño sabía que si había pasado algo, pero no fui capaz de soltar una sola palabra.

 

             Mi abuela se acercó a la cama y comprobó lo que había ocurrido —¡¡¡te has orinado en la cama!!! — gritó—. Tenía el pijama lleno de sangre, y le preguntó a mi tío qué había ocurrido, no hubo contestación, si pasividad, falsa inocencia, tranquilidad total. La señora a la que llamaba abuela me cogió en brazos, me quitó el pijama, me dejó en cueros y me metió en un enorme balde con el agua estaba congelada. Cogió un estropajo de esparto y empezó a rasparme todo el cuerpo, me hacía daño, lo único que me decía una y otra vez es que – LOS NIÑOS BUENOS NO SE ORINAN EN LA CAMA—, comencé a llorar, chapoteaba y como no paraba de llorar cogió y me hundió la cabeza en el agua, mi cuerpo una vez más se paralizó, dejó de luchar, lo tenía dolorido y con una marca que jamás se borraría ni de mi cuerpo ni de mi memoria.

 

             Esa mañana me quedé sin desayunar y mi castigo fue el que más temía, me volvieron a subir al desván de las ratas, pero en esta ocasión tuve compañía, mi tío subió conmigo hasta que cumpliese el castigo, ¿qué había hecho? (Como podréis comprender, la mente de un niño de cinco años, no está preparada para asimilar ciertos acontecimientos, menos aún, cuando el dolor, y el miedo habían anidado en su mente), la respuesta a la pregunta es NADA. Esa mañana el desván de los castigos parecía diferente, mi tío estaba conmigo y jugamos durante mucho rato, me sentía protegido. Esa mañana las ratas no era lo peor que había en el desván; mi peor enemigo estaba jugando conmigo, pero yo en aquellos días no lo sabía aún. Pasamos varias horas en el desván, hasta que la señora de la casa tuvo a bien liberarme de mi encierro. Bajé las escaleras negras como el tizón, oscuras, con olor a chimenea, cada escalón que bajaba era un pinchazo en mi joven corazón, estaba desorientado y con mucho dolor, aún no habían pasado unas pocas horas desde que desperté de un pesadilla y esa misma pesadilla había vuelto a ocurrir en el viejo desván, mi tío había vuelto a darme muestras de su cariño (no sabía si lo que me hacía estaba bien o mal, sencillamente, alguien me quería), sus abrazos me hacían suspirar, sus besos, me reconfortaban, pero con cada beso que me daba, mi vida de niño iba desapareciendo, mis sueños de niños estaban rotos.

 

             Pasaron varios días, y después de una semana mi dador de cariño incondicional volvió a casa de mis abuelos maternos. Yo volví a quedarme solo con mis animales, con mis miedos y mi angustia y pronto mi soledad se convirtió en mi mejor aliada, la buscaba, no quería estar con mis abuelos, ellos hacían su vida, sus quehaceres diarios, mientras yo esperaba con ansias la vuelta de mi madre. El primer día de diciembre mi madre volvió de su viaje con mi flamante padre, oí llegar el coche y bajé corriendo las viejas escaleras que chirriaban, fui hacia ella en busca de un abrazo, de un beso, pero un beso de los que solo saben dar las madres. Cada paso que daba hacia ella era un triunfo, una batalla ganada a la soledad, al llegar a su lado me dio un beso, pero fue un beso frío, no hubo abrazos, únicamente un —¿qué tal estás? —; por parte de mi nuevo padre hubo indiferencia total, ni siquiera me miró a la cara, bajaron las maletas del coche y se dirigieron a la casona, yo era una maleta más, algo con lo que cargar, algo pesado que no servía para nada, algo que les molestaba y por ese motivo, me ignoraban.

 

             La llegada de mis padres a la casona pasó casi inadvertida para mis abuelos, saludos fríos y protocolarios y nada más. Mi abuela adoraba a mi tío/ padre, sentía verdadero amor de madre hacia él, era el único hijo que la quedaba y odiaba a mi madre por habérselo arrebatado, ese odio, duró siempre. El mes de diciembre transcurrió sin demasiadas novedades, todo era rutina, se acercaba la navidad, y todos en la casona parecían estar un poco más unidos. En aquellos días la crudeza del invierno había arreciado, cayó una gran nevada que duró una semana, siempre encerrado en casa, leyendo una y otra vez mi único cuento, siempre escuchando en mi mente la flauta mágica que todo lo podía, siempre tumbado en el suelo del gran salón, siempre solo, siempre triste, siempre esperando una muestra de cariño que nunca llegaba.

 

             Llegó la Navidad y la casona se había llenado de luz, un gran árbol repleto de luces de colores daba una nota diferente al lóbrego y frío salón, me gustaba tumbarme a su lado y sentir la calidez de sus luces parpadeantes, todos parecían estar felices. En las largas sobremesas hablaban y hablaban sin parar aunque yo nunca fui protagonista de esas charlas, me daban de comer y rápidamente me mandaban a mi habitación, les estorbaba, era un animal más al que daban de comer. Una de las tardes en las que leía mi cuento, mi madre se acercó a mí y me dio una noticia, iba a tener un hermanito. En ese momento no reaccioné, seguí con mi lectura y mientas leía, el eco de la voz de mi madre dándome la noticia se repetía una y otra vez; de alguna manera sabía que ese acontecimiento no era bueno para mí, y mi sensación de abandono fue aún mayor, era tan grande ese sentimiento que comencé a llorar.

 

             Durante aquellos días todos los niños del pueblo esperaban ansiosos la llegada de los Reyes Magos, todos contaban lo que les habían pedido en sus cartas, a mí nadie me dio una carta para escribir a los reyes y estaba desconcertado, ¿qué hacer para conseguir una carta y pedirles lo que quería? En el escritorio que estaba situado junto al gran árbol había hojas en blanco, cogí una y comencé a escribir, les pedí un montón de cosas, entre ellas un nuevo cuento de flautistas; una vez terminé de escribirla cogí un sobre la metí y fui corriendo donde mi madre para que la echará al correo, era muy importante que la llevara pronto, faltaban dos días para la noche de reyes. Estaba muy preocupado, pues a lo mejor había llegado tarde,  los reyes no podrían leer mi carta y me quedaría sin regalos. Llegó la noche de reyes y para mí fue una noche normal, en el pueblo todos los años salía una cabalgata, donde iban todos los niños con sus padres, le pregunté a mi madre que si me iba a llevar, su respuesta fue tajante, no iría a la cabalgata, me echó a la cama y comencé a llorar desconsoladamente. Esa noche casi no dormí, estaba ansioso por saber si la carta había llegado a tiempo.

 

             A la mañana siguiente me desperté temprano, no esperé a que la abuela fuera a levantarme y fui corriendo hacia el árbol de Navidad a buscar los regalos, pero me llevé una gran sorpresa y una gran decepción, esa mañana no había luces en el árbol, y si, había regalos, estaba esperando ansioso a que todo el mundo se levantara, me senté a leer mi cuento de flautistas a esperar, pronto escuché que los habitantes de la casa se levantaban y se acercaban al gran salón, escuchaba como se daban los buenos días, y como se acercaban a mí, al árbol, y yo estaba esperando a que alguien me diera un regalo pero todos comenzaron a abrir paquetes de colores, vi sus caras de sorpresa, pero mi regalo no llegaba. Poco a poco me fui dando cuenta que había escrito la carta muy tarde y  no habría regalos para mí, me alejé de mis padres y mi abuelos y me asomé al balcón, todos los niños estaban con sus juguetes, reían y disfrutaban de esa mañana tan feliz, feliz para ellos, pues esa mañana la oscuridad que había nacido dentro de mí aún era más oscura, mis juguetes eran unos juguetes rotos, que alguien había perdido. Lágrimas vacías, cálidas lágrimas que brotaban de mis ojos como una súplica al gran cielo para que alguien las viera, pero no hubo respuesta, solo silencio, quietud en el gran salón, el gran árbol y mi soledad pasaríamos un día más juntos.

 

             Pasó el tiempo de celebraciones y los meses uno tras otro iban anunciando la llegada de mi nuevo hermanito, todo estaba preparado para recibirlo; una cuna nueva, ropas diminutas, todo limpio y ordenado, mi madre había creado lo que a mí me parecía un gran altar en honor a su nuevo y esperado hijo, a su adorado niño y pronto, muy pronto, me daría cuenta de que su llegada iba a ser la ruptura definitiva con mi madre. El gran día llegó, una mañana mi abuela me despertó y me dijo que mi madre se había ido al hospital, que mi nuevo hermano iba a nacer, no puedo explicar con palabras lo que sentí, una vez más mi madre me había abandonado, me había dejado soloy un nuevo sentimiento nacía dentro de mí, el desprecio hacia mi nuevo hermano, lo odié desde el momento en el que, la que fue mi madre, me dio la noticia.

 

             Ese mismo día, rondando la media tarde, llegó mi padre con la gran noticia, mi hermano había nacido -¡un niño!-, la cara de ese hombre se iluminaba cuando le hablaba a mi abuela de cómo era, contándole lo que había pesado, lo que se parecía a él, a mí nadie me dio la noticia, nadie se acercó a decirme —tienes un nuevo hermanito— ¿Os podéis imaginar cómo se siente un niño de seis años cuando le apartan de la persona que más quiere? ¿Os habéis parado a pensar como me sentía al ser ignorado por todos?, me parece imposible que nadie que lea esta historia se pueda poner en mi lugar.

 

             La llegada de mi madre con mi hermano fue todo un acontecimiento en la casona, paró un coche frente a la corrala aunque esta vez no bajé corriendo a su encuentro, todos fueron a ver al recién nacido y mientras yo fui corriendo a esconderme a mi habitación. Estaba muy asustado, no quería verlo ni quería saber cómo era. De pronto escuché pasos en el largo pasillo que llevaba al salón, mis abuelos y mis padres se acercaban, todo eran risas y arrumacos al pequeño, lo metieron en su cunita y pasaron largo rato hablando de cómo había ido todo, estaban de celebración pero ninguno de ellos se dio cuenta que había una personita escondida, con mucho miedo, y nadie se acordó de él. Solo en mi habitación contemplé como mi madre había dejado de ser mi madre para siempre.

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