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"No hay una sólo degradación del cuerpo que no

deba tratar de convertir en espiritualización del alma."

De Profundis, Oscar Wilde

 

             Los días en el hospital pasaban lentos entre terapias y sesiones de grupo en las que tenía que escuchar a todas aquellas personas contar sus historias, duras historias que lo único que conseguían era que mi interior se convulsionara aún más. Los largos pasillos de aquel lugar eran mi compañía, iba de un lado a otro mirando a la nada y seguía intentando encontrar alguna explicación a todo lo que me había ocurrido a lo largo de estos años; explicaciones pocas, y motivos para estar en la situación que me encontraba me sobraban. Me habían dado una medicación muy fuerte, la camisa de fuerza que llevaba puesta no era blanca sino de muchos colores, todos los días por la mañana y por la noche tomaba más de cinco pastillas todas ellas tenían un objetivo, mantenerme estable y que no hiciese “una barbaridad”.

 

             La soledad entre aquellas paredes blancas se hacía insoportable, lo único que hacía era fumar y fumar, a veces conversaba con algunos de mis compañeros pero las conversaciones que teníamos eran una especie de laberinto difícilmente descifrable. En muchas ocasiones el llanto acudía a mí como un salvavidas, necesitaba llorar y cada lágrima que echaba era un suspiro menos que exhalar al aire. Si, llorar relajaba mi angustia, esa presión que tenía en el pecho desaparecía por unos momentos y me sentía un poco más humano... un poco más accesible.

 

             Al llegar la noche todos mis fantasmas despertaban y comenzaban a abrazarme, no podía desprenderme de ellos. Los recuerdos son como candados que te atan al pasado de forma permanente, y encontrar la llave era una aventura difícil de acometer. Nada más cenar me volvían a dar esas pastillas mágicas que me hacían sumirme en un sueño profundo pero inquieto, lleno de pesadillas que no podía controlar, mi flautista no podía hacer nada para salvarme y en muchas ocasiones me despertaba empapado en sudor, aterrado, era en aquellos momentos cuando mi mente comenzaba a recordarme todo lo que viví de niño y las secuelas que ello me había dejado eran terriblemente dolorosas. Cuando me despertaba de esos sueños malvados comenzaba a gritar, el sudor resbalaba por mi cuerpo y quería huir, quería marcharme muy lejos, pero nada más oír mis gritos llegaban raudos los enfermeros para atarme a la cama con esas correas que no solamente contenían mi cuerpo, también destruían un poco más mi personalidad ya muy tocada en aquellos momentos.

 

             Mientras los días pasaban mi mejoría parecía evidente y una mañana al terminar de desayunar el psiquiatra que llevaba mi caso me dijo que me iba a dar el alta, pero que tendría que llevar un seguimiento en una unidad especializada. No sé si me alegré o tenía miedo de enfrentarme al mundo que estaba allí afuera, yo me sentía seguro entre mis paredes blancas y paseando por aquel pasillo. Le dije que no me quería ir, que no tenía a donde; su respuesta fue tajante,  —tienes que salir hoy mismo del hospital.

 

             Al abandonar el despacho de aquel buen señor, que hizo todo lo posible para que mi estado mejorara, comencé a llorar como aquel niño que un día fui, mi ansiedad aumentaba y mis miedos se agolpaban uno tras otro para recordarme que lo que había allí afuera era malo para mí, que no podía salir de mis paredes blancas. Me metí en mi habitación a esperar la hora en la que debía salir de aquel lugar, temblaba y mi pánico aumentaba por momentos,  —no es posible que me hagan esto a mí, era mi único pensamiento,  —volver a la calle, ¿dónde iba a ir?

 

             Durante los tres meses que pasé en el hospital no hubo ninguna visita por parte de mi familia, únicamente llamaban por teléfono para guardar las apariencias, así que no sabía muy bien con lo que me iba a encontrar al llegar a una casa que para mí era desconocida y aún más lo eran su habitantes. Llamaron a la puerta de mi habitación, era una enfermera que me comunicaba la noticia que ya sabía, tenía que salir en ese momento del hospital. Ya tenía todo preparado, mi pequeña maleta llena de la poca ropa que tenía iba también llena de frustración y miedo, la cogí y fui caminando lentamente por el largo pasillo que tantas veces me había acompañado en mis soledades y en mis tristezas, cada paso que daba era una lágrima, una súplica vacía ante la  imposibilidad de permanecer allí por más tiempo. Subí al ascensor que me llevaba de nuevo a mi libertad vigilada.

 

             Al salir a la calle un aire fresco de primavera me dio la bienvenida, demasiada gente y demasiado ruido. Comencé a caminar pero no tenía muy claro mi destino, todo era una amenaza para mí de la que no sabía cómo defenderme, así que caminé durante varias horas por la ciudad intentando encontrar algo o alguien que me protegiera, pero eso era algo que no iba a suceder. Me senté en un banco junto a un parque, y allí estuve contemplando todo lo que me rodeaba. Mi llanto se me antojaba cada vez más insoportable, mi soledad me hundía más y más en aquel profundo foso que “ellos” habían construido para mí.

 

             La noche caía en la ciudad y aún seguía sentado en aquel banco que había sido mi protector durante largas horas, no tenía hambre no tenía frío solamente tenía ansias de que alguien apareciese y me salvara. Tomé la peor decisión pero la más práctica para mí en aquel momento, volver a la que ya no tenía muy claro si era mi casa o mi cárcel. Me subí a un autobús y a medida que me aproximaba al lugar mi cuerpo se iba tensando y mi miedo crecía en intensidad. El autobús paró y no me quedó más remedio que bajar; mis pasos eran lentos y cabizbajos. Fui caminando hacia aquella casa, había luz por lo que supuse que alguien se encontraba en ella, subí las escaleras y al llegar a la puerta estuve unos minutos pensando en si llamar al timbre o volver a marcharme al cobijo de la noche, me flaqueaban las piernas, temblaban de pánico, pero era lo único que podía hacer.

 

             Llamé al timbre solamente una vez y abrió la puerta uno de mis sobrinos, se quedó mirándome sin decir nada, yo me quedé mirándole fijamente sin articular palabra. Pasaron unos segundos cuando oí que alguien se acercaba a la puerta, era mi madre, me miró también en silencio, cogió a mi sobrino y por suerte para mí no me dio con la puerta en las narices. Entré y fui al único lugar en el que me sentía seguro en aquella casa, mi habitación que sorpresivamente ya no era mi habitación, estaba llena de muñecos y de cosas de niños. No sabía muy bien que era lo que tenía que hacer, el lugar que siempre había sido mi escondite ya no existía, todo lo que tenía había desaparecido, no me quedó más remedio que acercarme con temor hacia el salón donde se encontraban mis “padres” y alguno de mis hermanos, nadie se había levantado siquiera a ver quién había llegado, seguían con sus vidas.

 

             Al entrar en el salón todos hicieron como que no me habían visto, la única que levantó la mirada fue mi madre y ¡por fin me dijo algo!,  — ¿qué es lo que quieres, a qué has venido aquí? No queremos tu mierda, no queremos saber más de ti. “El” estaba allí, y ni siquiera levantó la mirada para verme, mis hermanos seguían viendo la película de turno yo no era alguien importante para ellos -nunca lo fui-. Le pregunté a mi madre si podía quedarme esa noche a dormir, asintió con la cabeza pero me dijo que tenía que dormir en el sofá del salón ahora que ya no tenía ninguna cama disponible para mí. Tendría que esperar a que se marcharan del salón para poder acomodarme.

 

             Llegó la hora de la cena, todos se pusieron en la mesa pero no había silla para mí, y nadie me dijo que me sentara. Simplemente comenzaron a hablar de mí,  — ¿y este a qué ha venido? dijo “El”, estaba enfadado y no ayudó que tuviera la indecencia de mirarme y preguntarme que si ya tenía trabajo. Yo le contesté que acababa de salir del hospital, todo mi cuerpo estaba en tensión, sin un resquicio de compasión me avisó de que a la mañana siguiente me quería fuera de casa, esa noche -mascullaba- me dejaría dormir en su casa por caridad, pero ni un día más, después no quería volver a verme. Continuaron con la cena y al levantarse mi hermano se acercó a mí y me dio unas palmadas en el hombro, después apagaron todas las luces y me quedé solo en aquella estancia que tanto odiaba, me acosté en el sofá e intenté dormir.

 

             Tenía hambre porque hacía ya bastantes horas que no había probado bocado y la medicación que acaba de tomar me estaba sentando muy fuerte, el estómago empezó a revolverse y tuve que ir corriendo al baño a vomitar, al escuchar que estaba en el baño “El” se levantó y comenzó a gritar  — ¡qué haces echando tu mierda en mi baño! Yo lo miré con impotencia y le dije que me había sentado mal la medicación, seguía gritándome, recriminándome que quien me había creído que era para llegar a invadir su casa y llenarla de inmundicia. Sin dudarlo un momento me agarró de un brazo, me hizo coger la maleta con la que había llegado y me echó a la calle. ¿Os podéis imaginar cómo me sentí en aquel momento? ¿Tenéis idea de lo que pasó por mi mente? El llanto volvió una vez más ¿qué hacer ahora? no tenía amigos ni sabía dónde ir, comencé a caminar entre las farolas de aquella calle maldita. Mis pasos eran cada vez más rápidos, quería salir de allí y no volver nunca más ¡Por fin me había liberado!, por muy doloroso que fuese para mí romper de una vez por todas el cordón umbilical que me había unido a mi “adorada” madre, aquella fue sin duda mi ansiada liberación.

 

             Esa noche la pasé acompañado por mis fantasmas, mientras dormía en un albergue. A la mañana siguiente fui a sacar el poco dinero que tenía en el banco y alquilé una habitación en la que me instalé, y me propuse encontrar algún trabajo; me daba igual cual fuera pero tenía que luchar con uñas y dientes por salir adelante. Compré el periódico y empecé a leer las ofertas de trabajo, fui desechando algunas otras las tomé en cuenta y vi una que me llamó la atención, apunté el número y me dispuse a llamar. No tenía muy claro si me contratarían pero lo intenté, cogí el teléfono y una voz muy agradable me contestó, le dije que llamaba por la oferta de trabajo que había leído en un periódico y mi sorpresa fue mayúscula al escuchar decir a mi interlocutor que si necesitaban personal, me dijeron que me pasara ese mismo día, querían hacerme una entrevista, no os podéis imaginar lo contento que me puse, ¡por fin algo me salía bien! aún no tenía el puesto de trabajo pero era una oportunidad que no podía desaprovechar.

 

             Cogí un autobús que me llevó a la dirección que me habían dado, el lugar no importa y tampoco importa a que se dedicaba esa empresa lo que importaba es que alguien me iba a dar la oportunidad de SOBREVIVIR, de salir adelante por mi cuenta. Llegué al lugar indicado y llamé a la puerta una chica muy agradable me atendió,  — siéntate -me dijo con voz suave y armoniosa- ¿Por qué quieres trabajar con nosotros, qué te ha llamado la atención del anuncio? Yo la contesté que necesitaba trabajo con urgencia, que sería un buen trabajador.

 

             Me miró a los ojos fijamente y me dijo que me tendrían a prueba quince días, si en esos quince días cumplía con los objetivos que marcaba la empresa  me harían un contrato de media jornada, pero todo a condición que mi rendimiento en el trabajo fuese el exigido. Me explicó mi horario de trabajo, comenzaba al día siguiente. Mi cara cambió de repente, una sonrisa se dibujó en mi rostro y una alegría interior me invadió, me despedí con los buenos días y salí corriendo del lugar. Estaba contento, por una vez en mi vida había logrado hacer algo yo solo y una desconocida no me había tratado mal fue para mí un enorme triunfo que me abría las puertas a mi verdadera vida, de mi futuro como persona.

 

             Ese mismo día tenía consulta con mi psiquiatra, llegué al lugar y tuve que esperar un buen rato, había más personas y tenía que espera mi turno, tenía ganas de hablar y de contarle a alguien que tenía un trabajo, que por fin había tomado las riendas de mi vida. Al lado mío había un grupo de gente de mi edad que hablaba de sus problemas y de cómo les iba en las terapias, alguien miró hacia mí, vio que estaba solo, así que me preguntó por qué no me acercaba, que no mordían. Mi rostro dibujó una sonrisa y me acerqué a ellos, se presentaron y me dieron muchos ánimos, añadiendo que podía contar con ellos para todo lo que pudiera necesitar, yo les di las gracias, me preguntaron también por mi problema y les conté a medias los motivos que me habían llevado a ese lugar, al terminar de contar mi historia uno tras otro me dieron un fuerte abrazo, no podía creer lo que habían escuchado, todos se pusieron a mi disposición y me dijeron que a partir de ese momento estarían a mi lado. Mi corazón latía alegre, por una vez en mi vida había sentido el verdadero calor humano, el cariño incondicional y eso era un regalo que no tenía precio.

 

             Llegó el turno de mi consulta y al entrar me encontré a alguien desconocido, una chica rubia muy atenta me invitó a sentarme y comenzó a hacerme preguntas, yo las contesté una a una lo mejor que pude, me comentó lo que íbamos a hacer a partir de ese día en la consulta, que tendría terapia individual y una terapia de grupo con las que me ayudarían a salir adelante. Me explicó que tendría que ir tres veces a la semana y que me darían un teléfono donde podía llamar en cualquier momento si me encontraba mal, ¡qué liberación!  Otra buena noticia, iba a tener a alguien pendiente de mí, cuidándome, Iba a ser la primera vez que experimentase esa sensación. Parecía un sueño, pero uno de los buenos. Me dio los horarios de las próximas citas y se despidió de mí, por fin respiraba profunda y tranquilamente, mi cuerpo estaba relajado, yo estaba relajado, habían pasado dos días desde que salí del hospital y casi todo lo que me estaba ocurriendo era bueno.

 

¿Qué más podía pedir, qué más le podía pedir a la vida? después de tantos años de sufrimiento comenzaba a vivir, comenzaba a ser yo mismo. Todas las cosas que me estaban pasando eran un regalo del universo infinito que me vio nacer. Mi alegría no tenía límite pero ¿hasta cuándo? Al día siguiente comenzaba a trabajar pero ese día devolvería una vez más a mi vida negros nubarrones y dolor.

Capítulo 10:

Fausto adulterado.

 

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