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Dulce y triste, como un amor sobrecogido

por largos suspiros de lo profundo de un sauce

poco a poco va saliendo la luna.

-AKIKO YOSANO-

 

             Habían pasado largos años desde que aquellos pollitos amarillos se tiñeran de rojo sangre y mi familia hubiera aumentado en número, un nuevo miembro llegó mientras cumplía años, una niña, la esperada y ansiada niña  — Ya tenemos la parejita decían —. Cuando escuchaba decir esto a mis padres me preguntaba, ¿y yo, qué soy? Desde hacía muchos años tenía muy claro que nunca formaría parte de ese mundo que habían creado, de ese mundo idílico e irreal lleno de mentiras, de odio y falsedades. Por aquel entonces yo había creado mi propio mundo, “mi jardín secreto”, en el  no entraba nadie sin mi permiso, era hermoso, lleno de cascadas, bellas flores y una gran laguna rodeada de sauces llorones, un lugar mágico donde nadie podía hacerme daño.

 

             En la casona los días pasaban lentos, demasiado lentos para un adolescente de trece años. Seguía con mi soledad, mis miedos, mis tristezas, todos estaban demasiado ocupados en cuidar de mis dos hermanos, ellos eran el centro de atención. Habían construido un mundo a su medida, lleno de amor, eran la prioridad de mis padres y nunca dejaban que me acercara a ellos. Siempre me mantuvieron a parte, siempre alejado de sus niños; había aprendido la lección y sabía bien lo que ocurriría si me atrevía a tocarlos.

 

             Mi habitación seguía siendo el lugar más seguro, donde más protegido me sentía, donde nunca nadie entraba, donde yo intentaba ser una persona normal; algo que nunca conseguí. Tanta tarea y tanta ocupación llevaron a mis padres a tomar la decisión de mandarme una larga temporada a casa de mis abuelos maternos, no sé muy bien si me alegré o me entristecí, pues mi insensibilidad era enorme y no me importaba nada de lo que dijeran o decidiesen, sencillamente hacía lo que me mandaban. Cogí la pequeña maleta que estaba siempre subida en un viejo armario de castaño y metí la poca ropa que tenía, todo estaba preparado para mi partida a casa de los abuelos. Esa mañana nadie se despidió de mí, únicamente me dijeron que no fuese una molestia para los abuelos y que estuviera siempre callado, estaba acostumbrado a no recibir besos, ni mimos, por lo tanto, cogí mi maleta y fui a coger la línea de autobús que pasaba por el pueblo. Poco a poco me fui alejando de la casona, de mis padres, de mis hermanos, de mis abuelos, poco a poco comencé a respirar con tranquilidad. Por unos momentos me sentí libre de tanto sufrimiento, pero ese sufrimiento secreto pronto volvería a incrustarse dentro de mí para no salir nunca más.

 

             Llegué a casa de mis abuelos maternos y todo el mundo me recibió con alegría, todos mis tíos y tías me abrazaron y me besaron, era una sensación muy extraña que hacía muchos años que no sentía, una sonrisa se dejó ver en mis labios, y, sobre todo, el gran abrazo que me dio mi querida abuelita; siempre fue cariñosa conmigo, siempre me guardaba algún dulce, siempre hizo las veces de esa madre que en realidad nunca tuve. También el abrazo de mi abuelo fue recibido por mi parte como uno de los mejores regalos que nunca había recibido.

 

             Mis abuelos maternos vivían en una casa pequeña, eran catorce personas para únicamente tres grandes habitaciones, en una dormían las chicas y en otra los chicos, y, claro está, a mí me tocó dormir en la habitación de los chicos, un lugar que no me gustaba, pues sabía muy bien lo que me esperaba. El primer día en la casa de los abuelos fue normal, tanta gente a mí alrededor me ponía nervioso; había tanta gente atendiéndome que no me lo podía creer pero era real, eran todos mis tíos y todos ellos estaban a mi servicio. Alguno de ellos tenían más o menos mi edad, otros un poco mayores pero todos se llevaban bien. Era una casa pobre, pero en esa casa había amor, mucho amor; y aunque pasaban hambre lo poco que había se compartía. Es curioso como aún haciendo pocas horas que había salido de la casona ya no me acordaba de ninguno de sus habitantes, ahora formaba parte de la vida de mis abuelos y tíos.

 

             Llegó la noche y nos pusimos a cenar en una enorme mesa, mi abuela nos sirvió un plato de sopa a todos ya que era lo único que había. Pronto los platos se quedaron vacíos y se acercaba el momento que más temía, llegaba la hora de irse a dormir y de nuevo me tocó dormir con mi querido tío, el que tiñó de sangre mis pollitos rojos y otro de sus hermanos tres años mayor que él, (16 y 18 años). Todo el mundo en la casa se estaba preparando para irse a dormir, mi abuela me acompañó a la habitación y me indicó la cama donde tenía que dormir. En casa de los abuelos las camas se compartían de dos en dos o de tres en tres, y a mí me había tocado compartirla con dos de mis tíos. Todo el mundo se fue metiendo en sus camas, yo ya estaba arrinconado en la mía y pronto llegaron mis compañeros de colchón, que estaban en calzoncillos y no llevaban pijama. En la habitación había bastante ruido, todos los demás estaban hablando o leían tebeos, hasta que mi abuelo abrió la puerta y apagó las luces, en ese momento nació el silencio, ese silencio que tanto temía. Una vez más mi mente volvió al pasado, a mis cinco años y a lo que ocurrió en aquella habitación, y de ahí fue repasando minuciosamente cada una de las veces en las que, a lo largo de los años que separaban ambos momentos, había abusado de mi frágil cuerpo sin piedad.

 

             La estancia se quedó en silencio y pronto todo el mundo estaba dormido, todos menos mis dos acompañantes y yo; uno de ellos, mi querido y temido tío, comenzó a abrazarme, y me quitó el pijama, me dejó desnudo y me quedé paralizado una vez más. Era un adolescente, sí, pero aún era un niño y me dejé hacer. Comenzó a sobarme, a besarme, me metió su enorme pene en la boca mientras mi otro tío hacia lo propio con él. Mi cuerpo estaba petrificado, inmóvil; me daban arcadas, pero ellos seguían con su macabro acto mientras mi tío de dieciocho años se aferró a mí cuerpo como una lapa y comenzó a hacerme caricias. Me puso de espaldas e introdujo su pene en mi cuerpo. El dolor que sentí fue espantoso, horrible, pero me había inmunizado contra ese dolor, seguía inmóvil y las embestidas eran fuertes, muy fuertes. Yo, en silencio, y ellos mientras disfrutando de una noche de placer. Yo, padeciendo en mis cuerpo de adolescente una violación tan dolorosa que no se puede explicar con palabras, o quizá sí, pero yo no sabía hacerlo entonces; y ahora que se no debo, pues ser más gráfico sería atentar contra la sensibilidad de los lectores de esta historia. Supongo que todos os podéis imaginar cómo transcurrió esta noche, al final ambos se mearon encima de mi  —así lo creía entonces  —, pero la orina no es de color blanco, eso sí lo sabía bien. Me dejaron hecho una piltrafa y una vez hubieron terminado me limpiaron con una toalla y se durmieron plácidamente. Yo no pude dormir en toda la noche, estaba deseando que llegara el nuevo día y volver a los brazos de mis abuelos.

 

             La luz del nuevo día se dejaba ver entre los ventanales y pronto quienes aún dormían en la habitación comenzaron a despertarse, mis dos acompañantes de cama también; ambos me dieron un beso en la boca, yo lo único que quería era levantarme, y eso hice, mi abuela entró en la habitación para comprobar que todo el mundo se levantaba, nos dirigimos a la cocina donde un gran tazón de café estaba preparado para todos, desayunamos y comenzaron las tareas de la casa. Yo salí a un destartalado jardín que tenía la casa a jugar con el viejo perro que tenían mis abuelos, toda la alegría del primer día, todo ese sentimiento de felicidad, estaba desapareciendo una vez más y no sabía muy bien qué hacer  — ¿qué lugar era el adecuado para mí?

 

             Estuve en casa de mis abuelos maternos durante dos semanas, dos semanas que jamás olvidaré. Cada noche se volvía a escribir con sangre la misma situación, dolor y más dolor, mis dos acompañantes eran insaciables. Creo que no se daban cuenta de lo que estaban haciendo, no se daban cuenta al menos de lo que me estaban haciendo…Y lo peor de todo es que estaban dejando huellas en mi cuerpo y en mi mente que no se borrarían jamás.

 

             Siempre he pensado que el cariño es una especie de extraño sentimiento, quizá se pueda medir pero aún no he encontrado esa medida exacta que me haga ver quién da más y quien da menos; el cariño despista, es como una especie de laberinto donde entras y es muy complicado salir. Lo mejor es tener cada uno nuestro pequeño “jardín secreto”, un lugar donde protegernos, un lugar donde sentirse protegidos….un lugar donde todos esos sueños que una vez soñamos se hagan realidad.

 

             El camino de vuelta a la casona fue un trayecto demasiado corto, mientras el autobús se ponía en marcha camino a mi encierro observaba a la gente que paseaba por las calles de la ciudad. Era gente normal, aparentemente parecían felices y a mí me gustaba ver a la gente sonreír, siempre he tenido esa necesidad imperiosa de reír y reír sin parar, pero eso me había sido arrebatado hacía mucho tiempo. Había olvidado como sonreír, era un adolescente melancólico, lleno de dolor, mi cuerpo tenía marcas imborrables, me había convertido en un chico frágil y débil.

 

             Mientras me acercaba a la casona cabizbajo y triste comenzó a llover, no llevaba paraguas y el agua me pasó hasta los huesos. Al llegar estaban todos sentados en el balcón viendo el chaparrón que estaba cayendo, mi hermano al verme me llamó, parecía contento de verme. Los demás, pasivos y sin inmutarse, se metieron adentro. Subí las escaleras chirriantes y al llegar a la cocina mi tío/ padre me cogió del brazo y me desnudó, comenzó a darme pellizcos en los brazos y me dio un gran bofetón en la cara al grito de  — ¡inútil, no vales para nada, mira que mojadura has cogido, pues ahora te vas a enterar¡  — se dirigió hacia la puerta negra que llevaba al desván de las ratas y de un empujón me dejó una vez más encerrado.  Ni siquiera lloré, cogí uno de los sacos donde metían las patatas y me tapé, mis temidas amigas daban saltos de un lado a otro y hacían ese ruido tan horrible y que tanto miedo me daba. Pasé la tarde encerrado en el desván, pensé que me abrirían a la hora de la cena y así poder ir a dormir a mi cama, pero estaba muy equivocado. Pasé toda la noche encerrado, tenía el cuerpo morado de frío aunque, aún así, el cansancio hizo que me durmiera. Hubo un momento de la noche en el que un dolor me despertó, un dolor fuerte, rotundo, una rata se había metido bajo el saco de patatas y me había mordido en la pierna; di un salto y me subí a unas cajas de madera donde metían las manzanas y allí estuve, intentando parar la sangre que salía de mi pierna.

 

             Pasé la noche con unas ganas tremendas de llorar, pero no podía, no me quedaban lágrimas, no me quedaba dignidad, había perdido lo más valioso que tiene el ser humano y nunca más podría recuperarlo. A la mañana siguiente oí como alguien abría la puerta del desván, era mi madre, me dio un grito llamándome porque no me veía, y pronto se dio cuenta que algo había pasado. Se acercó a mí y vio mi pierna llena de sangre, le dije que una rata me había mordido mientras dormía a lo que ella contestó indiferente que podía bajar, que ya no estaba castigado. Desnudo y con el cuerpo lleno de moratones bajé corriendo a mi habitación y me puse ropa limpia , tenía hambre y fui a la cocina a que me dieran de desayunar, allí, sentados, estaban mi tío y mi abuelo, que comenzaron a reírse de mí. Ninguno de los dos me preguntó qué era lo que había ocurrido, mi abuela cogió un tazón de leche fría y me lo dio, estaba agria. Esta vez no hubo pan, aún así tenía mucho hambre y me lo bebí todo; estaba tan cansado que fui derecho a mi habitación, ese lugar del olvido donde nadie iba nunca, me metí en la cama y dormí profundamente hasta la mañana siguiente.

 

             Nadie me llamó para comer ni para cenar, enlacé un desayuno con otro, ya que a la mañana siguiente al despertarme fui a la cocina en busca de comida. Allí estaba mi madre atendiendo a mis hermanos, nadie me dijo nada excepto mi hermano, que se acercó y me dio un beso, un beso que no me dijo nada, no sentí nada en absoluto. Le pregunté a mi madre si me daba el desayuno y me contestó que si quería desayunar que me lo preparase yo mismo. Era la primera vez que me contestaba algo así, mi cara cambió repentinamente y me acerqué a ella y la escupí, la dije que no me quería, que nunca me había dado cariño y que era una mala madre, súbitamente dejó a mi hermana en el serón, se levantó y me dio una gran paliza, confirmando lo que yo la había dicho, que efectivamente no me quería, que nunca tendría que haber nacido, que fui un accidente que toda su vida había lamentado y que no esperase de ella ninguna muestra de cariño, y lo peor que me dijo fue  — tenías que haber muerto nada más nacer. Esas palabras fueron espinas clavadas directamente en mi corazón, pues aún con todo yo quería a mi madre, la adoraba, pero jamás me dejó demostrárselo.

 

             Pasaron los meses y un año más se acercaba la navidad, ¡cuántos recuerdos de mi niñez!, el cuento del flautista, el árbol lleno de luces. Me estaba haciendo mayor y veía las cosas de otra forma pero aún así estaba contento. Llegó el día en el que habían decidido poner el árbol y adornar la casona, mi tío trajo uno enorme y lo puso en el centro del gran salón y mi madre se dispuso a adornarlo; me acerqué tímidamente para ofrecerme a ayudarla y me dijo que eso no era para mí, que bajara a la cuadra a limpiar la mierda de las vacas. Habían puesto villancicos y mi hermano estaba ayudándola a adornar el árbol, me di la vuelta y mientras caminaba por el largo pasillo escuchaba sus risas  y la dulce melodía de las canciones navideñas, mi vida nunca tuvo banda sonora, o quizá nunca fui capaz de escucharla. Llegaron las fiestas de Navidad y una vez más todo estaba listo para la celebración de la Noche Buena, todos estaban ayudando en la cocina; la gran cena, el gran espectáculo de mi familia estaba por comenzar. Nadie me pidió ayuda, así que me quedé en mi habitación leyendo, esperando a que todo estuviera preparado. Escuché llegar a alguien, era mi madre que me traía en un plato un trozo de carne, lo único que me dijo fue  —esta es tu cena  — y yo con humildad la pregunté que si no podía ir a cenar con ellos y no obtuve respuesta, tan solo cerró la puerta de la habitación y allí me dejó, solo.

 

             ¿Tenéis idea de cuanta tristeza anidaba en mi corazón? Desde mi estancia escuchaba risas, lo bien que se lo estaban pasando, estaban de fiesta; pero esa era una fiesta a la cual yo no había sido invitado. Las celebraciones estaban en su momento álgido, era la noche de Reyes y, ya que en mis trece años de vida nunca había tenido ningún regalo, tampoco esta vez esperaba nada. La ilusión de aquel niño de cinco años que una vez esperó ansioso sus regalos había desaparecido. Por fin llegó la mañana de reyes, yo estaba en la cama pero nadie fue a levantarme, y escuché como todos estaban abriendo los regalos, mi tío/padre le había comprado una bicicleta a mi hermano, y bajaron a que montara en ella, ese día me quedé en mi habitación. Un año más no hubo regalos  ni hubo un ápice de compasión, su frialdad hacia mí era total. Durante aquel largo día de reyes decidí entrar en mi jardín secreto y cobijarme bajo los sauces llorones y comencé a contarles mi historia, mientras en las cristalinas aguas de la laguna caían pequeñas gotas de agua. En aquel momento, sentí que el gran sauce llorón bajo el que me cobijaba parecía llorar mi desdicha y mi tristeza, ese fue el mejor regalo que nunca nadie me había hecho.

Capítulo 5:

Laguna de sauces.

 

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