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Capítulo 6:

Crucifijos rotos.

 

Así caí yo mismo alguna vez
desde mi desvarío de verdad
desde mis añoranzas de día
cansado del día, enfermo de luz
caí hacia abajo, hacia la noche, hacia las sombras,
abrasado y sediento
de una verdad.

-Friedrich Nietzsche-

 

             Siempre quise ser un chico normal, hacer lo que todos los demás hacían y lo intenté con todas mis fuerzas pero me resultaba imposible; todo el miedo, el rencor  y la soledad que desde niño me acompañaban, me convirtieron en un adolescente asocial. Durante los años de mi adolescencia seguí padeciendo abusos sexuales por parte de mis tíos, para mí se había convertido en algo normal, algo que llevaba haciendo desde que tenía cinco años y ya formaban parte de mi vida.

 

             Cuando alguien está solo por obligación duele, esas soledades que nos imponen las circunstancias de la vida, esos grandes muros que levantamos para no sentirnos agredidos son muy valiosos, pues nos alejan de nuestros agresores. En este caso pluralizar es lo adecuado, ya que este libro no es un libro para mí, es un libro para muchas personas que padecieron y padecerán lo mismo que yo; por eso hablo de soledades, de enclaustramientos voluntarios, donde lo más importante era protegernos del dolor que había tras esos muros.

 

             Según iban pasando los años mi situación empeoraba, mis hermanos había crecido pero mis padres se cuidaron muy bien de alejarme de ellos. No era uno más, si no un desconocido que vivía entre desconocidos.  El mundo que me había tocado vivir dentro de lo que normalmente se llama familia, era un mundo de desconcertante tranquilidad.

 

             Hacía dos años que mi abuelo paterno había muerto y mi abuela se quedó sola, aún más amargada y cruel. Por suerte para ella tenía a la persona adecuada en la que volcar toda su frustración y dolor, quien si no yo. Los insultos eran constantes, los malos tratos continuaban y aún así, a veces,  había momentos que ejercía de abuela pero esos momentos me costaban muy caros. En una ocasión me compró unos zapatos, yo estaba encantado con el regalo, más aún siendo algo que jamás había hecho. Llegó a casa me los dio y mi cara resplandeció de ilusión, ¿qué había hecho bien para merecer ese detalle? En realidad nunca había hecho nada malo, pero en su pensamiento y en el de mis padres siempre estaban los reproches y  las caras serias. Una vez hizo su buena obra se dirigió al salón, donde estaban mis padres con mis hermanos, y le contó a mi tío que la había obligado a comprarme unos zapatos; yo estaba en la cocina leyendo y escuché unos pasos que aceleraban, iracundos, acercándose a la cocina. Alguien abrió la puerta y era “Él”, sin mediar palabra me dijo que me quitara los zapatos y yo le pregunté el motivo, la respuesta fue aplastante — “Porque lo digo yo” — Me los quité, se los di y me plantó uno de ellos en toda la cabeza; me dio un golpe tremendo y acto seguido los quemó en la gran chimenea.

 

             Al contemplar tal acto mi espíritu se encogió, sabía muy bien porque lo había hecho, también sabía muy bien porque mi abuela había actuado de esa forma. Como no daba problema alguno ellos mismos me los creaban, buscaban cualquier excusa para poder pegarme, para poder seguir destruyéndome, y lo conseguían -además con muy poco esfuerzo-. Eran sus grandes victorias, sus triunfos, en cambio, a mí me iban destrozando cada día más, mi cuerpo comenzó a reaccionar impulsivamente y esta siempre enfermo, con dolores de cabeza, y el reto de irme a dormir era algo que cada día tenía que superar ya que las pesadillas habían llegado a ser eran terroríficas. Lo que se supone que se tiene que hacer por las noches es dormir, lo que yo hacía era sufrir sin medida y mi rabia iba en aumento, lo cual me hizo tomar una decisión. En todos los pueblos hay una iglesia, y en todas las iglesias hay un cura, así que decidí acudir todos los días al rosario de la tarde, iba  a misa y a catequesis. Al buen señor parecía que le había caído en gracia y tenía muchos detalles conmigo, siempre me daba la mano afablemente, me traía caramelos, incluso un día en el sermón del domingo  me puso como ejemplo a seguir dirigiéndose a los otros chicos que allí estaban, algo que me lleno de orgullo, tanto, que me volqué aún más en ayudar en la iglesia; de hecho en aquel tiempo pasaba más horas en la iglesia que en casa, me sentía protegido y querido -o al menos era lo que yo pensaba por aquel entonces-.

 

             Era sábado por la mañana y me había levantado dispuesto a afrontar el día con fuerza y energía. Me lavé, tomé el desayuno, me puse la mejor ropa que tenía y fui a la iglesia; esa mañana ya concluida la catequesis el cura me pidió que le ayudara a colocar velas en los candelabros y le asistiera en varias tareas, y yo me quedé gustoso. Todo el mundo se había marchado, la iglesia quedaba lejos del pueblo y nos habíamos quedado él y yo solos, así que comenzamos con la tarea. Mientras cambiábamos las velas él comenzó a preguntarme sobre los estudios, sobre mi familia, y yo -que la verdad era poco hablador- solo daba por respuesta monosílabos contundentes. Después de terminar todas las tereas me animó a ir con él a la sacristía bajo la promesa de darme un obsequio por haberlo ayudado.

 

             La estancia era sobria, llena de imágenes de santos y crucifijos, los contemplé y me inquietaron bastante. Me mandó sentarme y él se sentó a mi lado y me dio unas pastas deliciosas de las que di cuenta gustosamente. Poco a poco se fue acercando más a mí, y pronto comenzó a tocarme la cabeza, diciéndome lo buen chico que era y lo bien que hacía las cosas. Sus manos poco a poco fueron descendiendo hasta mi cara dándome caricias, hacía tanto tiempo que nadie me acariciaba de esa forma pensé... Aparentemente todo era normal, hasta que sus manos descendieron más abajo y comenzó a palpar mi miembro, fue entonces cuando inmediatamente me di cuenta que sus intenciones eran otras que las que yo pensaba. Acercó su cara a la mía y comenzó a besarme, sacó la lengua y me llenó la cara de saliva, me obligó a quitarme los pantalones nuevos que me había compra mi abuela materna en una de las visitas que la había hecho no hacía mucho. Mis pantalones nuevos, los apreciaba tanto; me quedé en calzoncillos y bajó su cara sagrada hacia ellos, y como una bestia infernal comenzó a lamerlos y yo, como siempre que me hacían esto, me quedaba paralizado, temblando. Era la forma que tenía mi cuerpo de reaccionar ante esas situaciones. Me obligó a desnudarme por completo, y él se quitó la sotana junto con un enorme rosario de color negro del que pendía un crucifijo que llevaba sujeto a la cintura.

 

             Mientras se lo quitaba yo le observaba, y contemplé como el enorme crucifijo caía al suelo y se partía en pedazos. Se desnudó por completo y comenzó el acto abominable, ese acto que supongo ya tenía planeado hacía tiempo. Me obligó a practicarle una felación mientras él seguía acariciándome, me hacía daño, y su saliva resbalaba por todo mi cuerpo. Estaba aterido de frío, pero yo resistí como pude todo lo que me hizo. Al final me penetró, si, el señor cura del pueblo abusó  de mí de una forma brutal y despiadada.  Sus movimientos eran continuos, sudaba y su sudor se pegaba a mi cuerpo de adolescente; mientras lo hacía de mis ojos se escaparon unas lágrimas de rabia, de ira contenida mientras él aún jadeaba sin parar, mientras los crucifijos y las imágenes de los santos contemplaban la abominación. Tras lo que pareció una eternidad el llegó al orgasmo y cayó rendido al suelo, agotado. Yo caí también,  extenuado de tanto dolor, y permanecí en silencio, él también, hasta que pasado un tiempo me dijo que me podía vestir e irme a casa. Él se volvió a poner la sotana y aquel enorme rosario negro, aunque esta vez sin crucifijo, pues se había partido en mil pedazos. Al despedirnos me dijo que si contaba a alguien lo que allí había ocurrido jamás me creería, y si aún así lo hacía pondría a todo el pueblo en mi contra. Yo no sabía que responder y salí corriendo de la iglesia, corrí sin parar, llovía y mientras mis pasos -cada cual más largo que el anterior- me alejaban de el único lugar donde me había sentido protegido.

 

             Llegué a casa y todo seguía igual que cuando había salido, ni un saludo, ni una pregunta, ni un buenas tardes. Cogí y fui a lavarme, mi pantalón nuevo estaba roto y sucio, y mi camisa blanca ya no era tan blanca. Me cambié de ropa y me puse el pijama dispuesto a meterme en la cama, no tenía ganas de nada salvo de esconderme del mundo, de la crueldad de todo lo que me rodeaba. Al taparme con las sábanas comencé a llorar desconsoladamente, tenía tanta ira, tanto odio dentro de mí que no sabía muy bien como escapar de ese mundo que me había tocado vivir, un mundo de dolor y de sufrimiento incontrolados. Pasé toda la noche pensando como escapar de toda esta gente que no me quería, necesitaba irme rápido y en silencio por si acaso alguien me escuchaba e impedía la marcha. Sudaba mucho, temblaba, lloraba; la noche era eterna y algo o alguien me decía que aquella noche iba a ser la última en la que sentiría dolor. Me levanté y me acerqué al baño donde mi tío tenía las cuchillas de afeitar, cogí una y volví a la habitación y, sin pensarlo, alargué uno de mis brazos y la pasé suavemente por mis venas. La sangre comenzó a salir veloz, con fuerza, y yo la contemplaba pensando que aquel era mi gran triunfo; por fin se iban a dar cuenta de mi existencia. Eso fue lo último que recordé de aquel acto de escape, después me desmayé y me sumí en un profundo sueño, todo había  terminado.

 

             A la mañana siguiente me  sorprendió que mis ojos volvieron a abrirse, pero estaba vez no estaba en mi habitación, era una habitación blanca y tenía puesto en uno de mis brazos una enorme aguja, mis dos brazos estaban vendados, y me sentía débil, muy débil. Mi intento de huir había sido un fracaso, no sé explicar muy bien  cuales fueron mis sentimientos en ese momento, lo único que si sabía era que lo volvería a intentar.

 

             Los días en el hospital eran largos, tenía una visita diaria de mi madre de simple protocolo, llegaba y se sentaba lejos de mí sin articular ninguna pregunta. No hablaba conmigo, la frialdad de esta mujer era infernal; no os podéis imaginar lo que siente un chico de dieciséis años al tener a su madre tan cerca y tan lejana a la vez, es un sentimiento que creo nadie pueda llegar a explicar completamente con palabras. Los médicos había hablando con mi madre y le habían comunicado que tenía una depresión severa, que me iban a trasladar al ala de psiquiatría. Una vez recuperado de mis heridas me cambiaron de pabellón, era un lugar cálido pero a la vez me daba miedo, allí todo el mundo parecía sufrir mucho. Me metieron en una habitación donde tenía un compañero que hablaba mucho, día y noche hablando, debía rondar los treinta años.

             Yo pasaba los días metido en la cama salvo el tiempo obligado para las comidas. Una mañana entró en la habitación una mujer joven, con una cara muy agradable y se acercó a mí, me miró y me dijo, “tienes mucho dolor en tu rostro” levántate y ven conmigo. Me llevó a un enorme despacho lleno de libros -casi todos de psiquiatría y psicología- y me mandó sentarme. Comenzó a hacerme preguntas, muchas preguntas, pero era muy amable conmigo y estaba muy atenta a cada palabra que decía; sin embargo yo contestaba lo que ella quería oír, ni una sola palabra de mis padecimientos.

 

             Pasé tres largos meses en el hospital y durante ese tiempo, únicamente hubo tres visitas de mi madre. Llegó el día de marcharme y varios médicos estuvieron hablando con ella, la dieron un largo informe en el que explicaban detalladamente mi problemática, ¿el diagnóstico? Trastorno límite de la personalidad. Recién cumplidos los diecisiete años y ya estaba sentenciado para toda la vida. Mi madre no se creyó ni media palabra de lo explicado por los médicos quienes  la explicaban detalladamente todo lo que tenía que hacer conmigo. Al menos seguirían viéndome en terapia; necesitaba ayuda, mucha ayuda, pero daba la sensación de que los oídos de mi madre se habían cerrado, y la noticia que la dieron no la conmovió en absoluto.

             El camino al pueblo fue silencioso, al llegar a la casona estaban mis hermanos, mi abuela y mi tío aunque los únicos que se acercaron a darme un beso fueron ellos. Mi abuela apenas me miró y mi tío se limitó a llamarme “maldito inútil, que no servía ni para la tierra ni para el cielo”. Agaché la cabeza y volví a mi habitación, la soledad y el sentimiento de abandono que tenía eran enormes, y mi llanto no tenía consuelo. Abrí la ventana y miré al cielo, un cielo lleno de nubes y únicamente mandé una súplica a aquel padre que nunca conocí, le dije “padre, allá donde estés, cuida de mi, mándame amor, mándame mimos, mándame fuerzas para poder seguir viviendo”; al mirar las enormes  y oscuras nubes mi mente se llenó de crucifijos rotos, cerré la ventana y me metí en la cama. A partir de ese día iba a comenzar una de las peores épocas de mi vida, la época de las paredes blancas, de ingresos hospitalarios y de más abusos, mi cuerpo destrozado comenzaría a vagar por mundos extraños y situaciones que habrían de cambiar por completo mi vida.

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